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Foto del escritorMiriam (Bibliotecaria)

FAMILIAS: la de ellos, la tuya, la mía…


El Día Internacional de la Familia se celebra el 15 de mayo en distintos países. Sin embargo, en Argentina, se celebra el tercer domingo de octubre. El principal objetivo de este día es recordar la importancia que hoy en día tienen las familias como unidades básicas de la sociedad, como así también “resaltar el papel que juegan las familias y las políticas orientadas a las familias en el fomento de la educación y el bienestar de sus miembros”.

En las escuelas de la provincia de Buenos Aires, del 13 al 16 de octubre, se celebra la Semana de la Familia. La fecha, instituida por calendario escolar, tiene como objetivo valorar la importancia de los lazos familiares en la vida del hombre y su rol en la Educación.

Con este horizonte, se estimula el acercamiento de las familias a la escuela. Mediante diversas actividades se invita a los padres —y demás miembros de las familias— a compartir nuevos momentos junto a los chicos.


En este marco, te invito a dibujar tu familia y compartir tu producción con nosotros...



Hoy cuentos sobre... "FAMILIAS DIFERENTES"



La familia Delasoga 
de Graciela Montes
La familia Delasoga era muy unida. O, por lo menos muy atada. Juan Delasoga y María Delasoga se habían atado un día de primavera con una soguita blanca, larga, flexible, elástica y resistente. Y desde ese día no se habían vuelto a separar. Lo mismo había pasado con Juancho y con Marita, los hijos de Juan y María. En cuanto nacieron, los ataron. Con toda suavidad, pero con nudos. No es tan difícil de entender si uno lo piensa. Marita, por ejemplo, estaba atada a su mamá, a su papá y a su hermano: en total, tres soguitas blancas anudadas a la cintura. Y lo mismo pasaba con Juancho. Y con Juan. Y con María. Claro que no era fácil acomodar tanta soga; había peligro de galletas, de sacudidas, de tropezones. Pero con el tiempo se habían acostumbrado a moverse siempre con prudencia y a no alejarse nunca demasiado. Por ejemplo, cuando se sentaban a la mesa era más o menos así:

Y cuando se acostaban a dormir. Y cuando salían a pasear los domingos por la mañana. Los Delasoga eran expertos en ataduras. La soga con que se ataban no era una soga así nomás, de morondanga; era una espléndida soga, elástica y extensible. Así que cuando Juancho y Marita iban a la escuela, que quedaba a la vuelta, María podía quedarse en su casa haciendo la comida, casi como si tal cosa, salvo que la cintura le molestaba un poco porque la soguita estaba tensa…y tiraba. Lo mismo pasaba cuando Juan iba al taller que, por suerte, quedaba al lado. A la hora de la leche no era raro ver a María, a Marita y a Juancho mirando la televisión mientras tres sogas los tironeaban un poco hacia la calle, porque el papá todavía no había vuelto. De un modo o de otro, los Delasoga se las arreglaban. Aunque, claro, había cosas que no podía hacer. Por ejemplo: Juancho nunca había podido salir a dar una vuelta a la manzana con sus patines. Y eso era bastante grave porque Juancho tenía un par de patines relucientes con rueditas amarillas. Pero ¿qué soga podía aguantar una vuelta a la manzana en dos patines? A María le hubiese gustado visitar a su amiga Encarnación, la de Barracas. Pero ¡qué esperanza! No se había inventado todavía una soga tan resistente. Eso a María le daba un poco de pena porque era lindo charlar con Encarnación de tantas cosas. Y Juan también. A Juan le hubiera encantado ir a la cancha a cantar a lo loco un gol de Ferro. Pero no; no podía: la soga no daba para tanto. Y eso a Juan, muy en secreto le daba un poco de rabia. Y Marita, por no ser menos, también tenía sus ganas: ganas de pasear solita hasta el quiosco. Sola, no, ahí estaban las sogas, las tres soguitas blancas, flexibles y resistentes. Y así siempre. Por años. Cuando una soga se ponía vieja, deshilachada y roñosa, la cambiaban por otra nueva, blanca y flamante. Los Delasoga ya habían gastado más de quince rollos de soga de la buena, y habrían gastado muchísimos rollos más de no haber sido por la tijera brillante. Bueno, en realidad la tijera brillante siempre había estado allí, en el costurero, hundida entre botones y carreteles. Pero nunca había brillado tanto como esa tarde. En una de esas porque era una tarde de sol brillante como una tijera. Los Delasoga estaban, como siempre, atados. María cosía un pantalón gris y aburrido. Marita miraba cómo María cosía. Juancho miraba cómo miraba Marita a María que cosía. Juan miraba a Juancho mirar a Marita, que miraba a María, que cosía. Y la tijera brillaba. Cada tanto María la agarraba y –tristras­ cortaba la tela. Y, mientras cosía, miraba las soguitas enruladas en montoncitos blancos sobre el piso. En realidad María nunca había pensado mucho en las sogas. Ahora, de pronto, las miraba mejor, las miraba fijo, y se daba cuenta de que les tenía rabia. Entonces sucedió, por fin, lo que tenía que suceder de una vez por todas. María agarró la tijera y –tris tras­ no cortó el pantalón gris; cortó la soga. 

Una soga cualquiera, la que tenía más cerca. Y después otra soga. La tercera y la cuarta las cortó Juan. Y Marita y Juancho cortaron una cada uno. Las soguitas cortadas se cayeron al piso y se quedaron quietas. ¡Pobrecitos Delasoga! No estaban acostumbrados a vivir desatados. Al principio se asustaron muchísimo y casi casi salen corriendo a comprar otro rollo. Pero después Juan dijo en voz baja: ­­Casi casi…me iría a la cancha de Ferro, que hoy juega con River. Y María dijo en voz alta: ­­Casi casi…me iría a visitar a Encarnación, la de Barracas. Y Juancho corrió a buscar los patines de las ruedas amarillas. Y Marita dijo chau y se fue al quiosco del andén a elegirse dos revistas. Esta vez los cuatro Delasoga pasaron cuatro tardes, todas distintas. Se volvieron a encontrar a la nochecita. Estaban cansados, porque no era fácil andar solos y para cualquier lado. Juan y María se abrazaron muy fuerte y se contaron cosas. Juancho contó, mientras se desataba los patines, que en el barrio tenía un amigo que se llamaba Bartola. Marita contó que, junto al quiosco del andén, siempre había campanillas azulas y geranios rojos. De la soga no hablaron más. ¿Para qué iba a hablar de sogas una gente tan unida?


Audiocuento “LA FAMILIA DELASOGA” de Graciela Montes




“La familia feliz” de Hans Christian Andersen.
La hoja verde más grande de nuestra tierra es seguramente la del lampazo. Si te la pones delante de la barriga, parece todo un delantal, y si en tiempo lluvioso te la colocas sobre la cabeza, es casi tan útil como un paraguas; ya ves si es enorme. Un lampazo nunca crece solo. Donde hay uno, seguro que hay muchos más. Es un goce para los ojos, y toda esta magnificencia es pasto de los caracoles, los grandes caracoles blancos, que, en tiempos pasados, la gente distinguida hacía cocer en estofado y, al comérselos, exclamaba: «¡Ajá, qué bien sabe!», persuadida de que realmente era apetitoso; pues, como digo, aquellos caracoles se nutrían de hojas de lampazo, y por eso se sembraba la planta.
Pues bien, había una vieja casa solariega en la que ya no se comían caracoles.
Estos animales se habían extinguido, aunque no los lampazos, que crecían en todos los caminos y bancales; una verdadera invasión. Era un auténtico bosque de lampazos, con algún que otro manzano o ciruelo; por lo demás, nadie habría podido suponer que aquello había sido antaño un jardín. Todo eran lampazos, y entre ellos vivían los dos últimos y matusalémicos caracoles.
Ni ellos mismos sabían lo viejos que eran, pero se acordaban perfectamente de que habían sido muchos más, de que descendían de una familia oriunda de países extranjeros, y de que todo aquel bosque había sido plantado para ellos y los suyos. Nunca habían salido de sus lindes, pero no ignoraban que más allá había otras cosas en el mundo, una, sobre todo, que se llamaba la «casa señorial», donde ellos eran cocidos y, vueltos de color negro, colocados en una fuente de plata; pero no tenían idea de lo que ocurría después. Por otra parte, no podían imaginarse qué impresión debía causar el ser cocido y colocado en una fuente de plata; pero seguramente sería delicioso, y distinguido por demás. Ni los abejorros, ni los sapos, ni la lombriz de tierra, a quienes habían preguntado, pudieron informarles; ninguno había sido cocido ni puesto en una fuente de plata.
Los viejos caracoles blancos eran los más nobles del mundo, de eso sí estaban seguros. El bosque estaba allí para ellos, y la casa señorial, para que pudieran ser cocidos y depositados en una fuente de plata.
Vivían muy solos y felices, y como no tenían descendencia, habían adoptado un caracolillo ordinario, al que educaban como si hubiese sido su propio hijo; pero el pequeño no crecía, pues no pasaba de ser un caracol ordinario. Los viejos, particularmente la madre, la Madre Caracola, creyó observar que se desarrollaba, y pidió al padre que se fijara también; si no podía verlo, al menos que palpara la pequeña cáscara; y él la palpó y vio que la madre tenía razón.
Un día se puso a llover fuertemente.
-Escucha el rampataplán de la lluvia sobre los lampazos -dijo el viejo.
-Sí, y las gotas llegan hasta aquí -observó la madre-. Bajan por el tallo. Verás cómo esto se moja. Suerte que tenemos nuestra buena casa, y que el pequeño tiene también la suya. Salta a la vista que nos han tratado mejor que a todos los restantes seres vivos; que somos los reyes de la creación, en una palabra. Poseemos una casa desde la hora en que nacemos, y para nuestro uso exclusivo plantaron un bosque de lampazos. Me gustaría saber hasta dónde se extiende, y que hay ahí afuera.
-No hay nada fuera de aquí -respondió el padre-. Mejor que esto no puede haber nada, y yo no tengo nada que desear.
-Pues a mí -dijo la vieja- me gustaría llegarme a la casa señorial, que me cocieran y me pusieran en una fuente de plata. Todos nuestros antepasados pasaron por ello y, créeme, debe de ser algo excepcional.
-Tal vez la casa esté destruida -objetó el caracol padre-, o quizás el bosque de lampazos la ha cubierto, y los hombres no pueden salir. Por lo demás, no corre prisa; tú siempre te precipitas, y el pequeño sigue tu ejemplo. En tres días se ha subido a lo alto del tallo; realmente me da vértigo, cuando levanto la cabeza para mirarlo.
-No seas tan regañón -dijo la madre-. El chiquillo trepa con mucho cuidado, y estoy segura de que aún nos dará muchas alegrías; al fin y a la postre, no tenemos más que a él en la vida. ¿Has pensado alguna vez en encontrarle esposa? ¿No crees que si nos adentrásemos en la selva de lampazos, tal vez encontraríamos a alguno de nuestra especie?
-Seguramente habrá por allí caracoles negros -dijo el viejo- caracoles negros sin cáscara; pero, ¡son tan ordinarios!, y, sin embargo, son orgullosos. Pero podríamos encargarlo a las hormigas, que siempre corren de un lado para otro, como si tuviesen mucho que hacer. Seguramente encontrarían una mujer para nuestro pequeño.
-Yo conozco a la más hermosa de todas -dijo una de las hormigas-, pero me temo que no haya nada que hacer, pues se trata de una reina.
-¿Y eso qué importa? -dijeron los viejos-. ¿Tiene una casa?
-¡Tiene un palacio! -exclamó la hormiga-, un bellísimo palacio hormiguero, con setecientos corredores.
-Muchas gracias -dijo la madre-. Nuestro hijo no va a ir a un nido de hormigas. Si no sabéis otra cosa mejor, lo encargaremos a los mosquitos blancos, que vuelan a mucho mayor distancia, tanto si llueve como si hace sol, y conocen el bosque de lampazos por dentro y por fuera.
-¡Tenemos esposa para él! -exclamaron los mosquitos-. A cien pasos de hombre en un zarzal, vive un caracolito con casa; es muy pequeñín, pero tiene la edad suficiente para casarse. Está a no más de cien pasos de hombre de aquí.
-Muy bien, pues que venga -dijeron los viejos-. Él posee un bosque de lampazos, y ella, sólo un zarzal.
Y enviaron recado a la señorita caracola. Invirtió ocho días en el viaje, pero ahí estuvo precisamente la distinción; por ello pudo verse que pertenecía a la especie apropiada.
Y se celebró la boda. Seis luciérnagas alumbraron lo mejor que supieron; por lo demás, todo discurrió sin alboroto, pues los viejos no soportaban francachelas ni bullicio. Pero Madre Caracola pronunció un hermoso discurso; el padre no pudo hablar, por causa de la emoción. Luego les dieron en herencia todo el bosque de lampazos y dijeron lo que habían dicho siempre, que era lo mejor del mundo, y que si vivían honradamente y se multiplicaban, ellos y sus hijos entrarían algún día en la casa señorial, serían cocidos hasta quedar negros y los pondrían en una fuente de plata.
Terminado el discurso, los viejos se metieron en sus casas, de las cuales no volvieron ya a salir; se durmieron definitivamente. La joven pareja reinó en el bosque y tuvo una numerosa descendencia; pero nadie los coció ni los puso en una fuente de plata, de lo cual dedujeron que la mansión señorial se había hundido y que en el mundo se había extinguido el género humano; y como nadie los contradijo, la cosa debía de ser verdad. La lluvia caía sólo para ellos sobre las hojas de lampazo, con su rampataplán, y el sol brillaba únicamente para alumbrarles el bosque y fueron muy felices. Toda la familia fue muy feliz, de veras.

Audiocuento “FAMILIA FELIZ” de Hans Christian Andersen




Ahora te invito a ver los siguientes VIDEOLIBROS ...

Cuento La mejor familia del mundo” de Susana López Rubio


Cuento “Secreto de familia” de Isol


Cuento “Familias. La mía, la tuya, la de los demás” de Graciela Repún



Te invito a leer este cuento, HACÉ CLICK EN LA TAPA...





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