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Foto del escritorMiriam (Bibliotecaria)

Llegan las...¡VACACIONES DE INVIERNO! ❄❄☃☃❄❄

Actualizado: 12 jul 2021




Compartimos con ustedes estos cuentos para disfrutar en vacaciones...





“Pobre lobo” de Ema Wolf

Serían las cinco cuando Caperucita llegó a la casa de su abuela. Por supuesto, adentro estaba el lobo.
—Pasa, nena, está abierto —le dijo cuando escuchó los golpes en la puerta—. Y cerrá enseguida que hace un fresquete…
Caperucita puso la canasta sobre la mesa y se derrumbó en una silla.
—¡Qué voz ronca tenés, abuela! Ni que comieras tuercas.
Al lobo le molestó un poco el comentario.
—Es por mi catarro de pecho, querida.
—Te traje caramelos de miel, yogur casero y no sé cuántas cosas más que metió la vieja en la canasta. Pesaba mil esta canasta. Ladrillos habrá puesto. Algo pegajoso se volcó adentro. Ahora que te miro bien: ¡qué boca enorme tenés! ¡Y qué dientes amarillos! ¿Siempre tuviste los dientes así de amarillos?
El lobo se incorporó en la cama para mirarse en el espejo. Tuvo que reconocer que no era una hermosura.
—Son los años, tesoro.
—Serán. Además es la primera vez que te veo los ojos así de colorados.
—Grandes, querrás decir.
—Sí, grandes también, pero yo digo colorados, colorados como los de los conejos.
Eso fue muy fuerte para el lobo. Nunca lo habían comparado con un conejo.
—Son para mirarte mejor, querida.
—¿Te parece?
Los comentarios de Caperucita siguieron.
—¡Qué orejas inmensas tenés abuela!
—Son para escucharte mejor.
—No me parece que hagan falta orejas así para escuchar bien.
La gente tiene orejas normales y escucha lo más bien. ¿Y por qué tenés las uñas tan torcidas?
El lobo escondió las manos debajo de la frazada.
—Y decime, ¿cuánto calzas? Nunca vi unos pies tan grandes. Ni el tío Cosme tiene los pies de ese tamaño.
 El lobo escondió las patas. Caperucita seguía.
—Ese camisón te queda chico. ¿Engordaste?
—Tenes el cuello como, como lanudo…, como estropajoso… ¡Y bigotes!
—De las orejas te salen pelos negros.
—De la nariz también te salen pelos. Y te cuelgan unos m…
—¡Basta! —aulló el lobo.
Lloraba. Saltó de la cama, tiró la cofia al suelo y se fue sin cerrar la puerta, de lo más deprimido.





“Pobre Lobo” se publicó como parte del libro “Filotea y otros cuentos” escrito por Ema Wolf e ilustrado por Matías Trillo.











“El club de los perfectos” de Graciela Montes
 
Hay gente que ya está cansada de que yo cuente cosas del barrio de Florida. Pero no es culpa mía: en Florida pasa cada cosa que una no puede menos que contarla.
Como la historia esa del Club de los Perfectos.
Porque resulta que los perfectos de Florida decidieron formar un club.
Alguno de ustedes preguntará quiénes eran los Perfectos. Bueno, los Perfectos de Florida eran como los Perfectos de cualquier otro barrio, así que cualquiera puede imaginárselos.
Por ejemplo, los Perfectos no son gordos pero tampoco son flacos.
No son demasiados altos, y mucho menos petisos.
Tienen todos los dientes parejos y jamás de los jamases se comen las uñas.
Nunca tienen pie plano ni se hacen pis encima.
No son miedosos. Ni confianzudos.
No se ríen a carcajadas ni lloran a moco tendido.
Los Perfectos siempre están bien peinados, siempre piden “por favor” y jamás hablan con la boca llena.
Hay que reconocer que los Perfectos de Florida no eran muchos que digamos.
Es más, eran muy pocos. Tan pocos que había calles, como Agustín Álvarez, donde no podía encontrarse un Perfecto ni con lupa. Pero –pocos y todo–decidieron formar un club porque todo el mundo sabe que a los Perfectos sólo les gusta charlar con Perfectos, comer con Perfectos y casarse con Perfectos.
El Club de los Perfectos fue el tercer club de Florida. Los otros dos eran el Deportivo Santa Rita y el Social Juan B. Justo.
El Deportivo Santa Rita era sobre todo un club de fútbol. Los sábados por la tarde se llenaba de floridenses porque los sábados por la tarde se jugaban partidos amistosos con el equipo de Cetrángolo.
El Social Juan B. Justo era el club de los bailes. Los sábados por la noche los floridenses que querían ponerse de novio se reunían a bailar con los Rockeros de Florida entre guirnaldas verdes, rojas y amarillas.
Pero el Club de los Perfectos era otra cosa.
Para empezar, no era ni un galpón ni una cancha. Era una casa en la calle Warnes, con grandes ventanales y una verja alta de rejas negras.
Y en el jardín que daba al frente, nada de malvones, dalias y margaritas, sólo palmeras esbeltas, rosales de rosas blancas y gomeros de hojas lustrosas.
Los sábados por la noche, los Perfectos llegaban al club con sus ropas planchadas y sus corbatas brillantes. Como eran perfectamente puntuales llegaban todos juntos.
Se sentaban alrededor de la mesa con mantel almidonado y vajilla deslumbrante. Comían tranquilos y educados. Masticaban bien. Sonreían. Nunca parecían tener hambre. Ni apuro. Ni sueño. Ni rabia. Ni ganas.
 Ni celos. Ni frío.
Tan diferentes eran, que a los floridenses se les hizo costumbre eso de ir a visitar el Club de los Perfectos.
Bueno, visitar es una manera de decir porque al club de los Perfectos sólo entraban Perfectos, y los demás miraban de afuera.
Lo cierto es que, a eso de las siete de la tarde, en cuanto terminaba el partido, los del Deportivo Santa Rita se venían en patota a la calle Warnes y, a eso de las ocho, antes de ir para el baile del Social Juan B. Justo, las parejas de novios pasaban por la calle Warnes para echarles una ojeadita a los Perfectos.
Los floridenses se apretaban todos junto a la verja.
Eran un montón, pero ninguno era perfecto. Estaba doña Clementina, llena de arrugas; el nieto de don Braulio, que era un poco bizco; el chico del almacén, que era petiso; Antonia, llena de pecas… y chicos que usaban aparatos en los dientes, chicos que a veces se comían las uñas, chicos que a veces se hacían pis encima, chicos con mocos, muchachos que clavaban los dientes en los sánguches de milanesa porque tenían hambre y chicas un poco despeinadas porque había viento.
Los sábados por la noche, el Club de los Perfectos estaba siempre rodeado de floridenses. Y fue por eso que, cuando pasó lo que tenía que pasar, hubo muchos que pudieron contarlo.
Resulta que estaban ahí los Perfectos, tan perfectos como siempre reunidos alrededor de la mesa, perfectamente bronceados porque era verano y perfectamente frescos y perfumados, cuando pasó lo que tenía que pasar.
Pasó una cucaracha.
Una cucaracha lisita, negra, brillante, en cierto modo una cucaracha perfecta, que trepó lentamente por el mantel almidonado y empezó a caminar perfectamente serena, por entre los platos.
El primero que la vio fue un Perfecto de saco blanco y corbata a rayas, perfectamente rubio. La cucaracha se acercaba, pacíficamente, hacia su plato.
El Perfecto rubio se puso de pie… demasiado bruscamente, porque volcó la silla, empujó con el codo el plato decorado, que se estrelló contra el piso, y derramó el vino tinto de su copa labrada sobre la Perfecta de vestido blanco.
La cucaracha entre tanto, posiblemente sorda y seguramente valiente, seguía recorriendo la mesa, desviándose sin sobresaltos cuando se le interponía algún plato.
Los Perfectos en cambio sí que parecían sobresaltados. Había algunos que se subían a las sillas y gritaban pidiendo ayuda, y otros que se comían velozmente las uñas acurrucados en los rincones.
Había algunos que lloraban a moco tendido y otros que, de puro nerviosos, se reían a carcajadas.
El mantel ya no parecía el mismo, lleno como estaba de platos rotos y copas volcadas. Y serena, parsimoniosa, la manchita negra y lustrosa proseguía su camino.
Los floridenses que estaban junto a la reja al principio no entendían. Se agolpaban para ver mejor, los de la primera fila les pasaban noticias a los de atrás. Aníbal, el relator de los partidos amistosos, se trepó a lo alto de la verja y empezó a transmitir los acontecimientos:
–El Perfecto de la Camisa a Cuadros se cae de espaldas. Rueda. Quiere ponerse de pie, trastabilla y cae sobre la Perfecta del Collar de Nácar. La Perfecta del Collar de Nácar pierde la peluca. Se arroja al suelo y camina en cuatro patas tratando de recuperarla. El Perfecto del Traje Azul tropieza con ella, pierde el equilibrio y cae… Cae también su dentadura, que golpea ruidosamente contra la pata de la mesa…
Arrugados, despeinados, manchados y llorosos, los Perfectos fueron abandonando la casa de la calle Warnes. Los floridenses los miraban salir y no podían casi reconocerlos. Algunos estaban pálidos. Otros parecían viejos. Algunos, si se los miraba bien, eran francamente gordos. Y todos, uno por uno, estaban muertos de miedo.
A los floridenses más burlones les daba un poco de risa.
Los floridenses más comprensivos les sonreían y les daban la bienvenida: al fin de cuentas no era tan malo estar de este lado de la reja.
De más está decir que ese mismo día se disolvió el Club de los Perfectos.
Y cuentan en el barrio que los sábados por la tarde algunos de los que fueron sus socios llegan cansados y hambrientos al Deportivo Santa Rita y que otros van, un poco despeinados, al Social Juan B. Justo.
Cuentan también que en la casa de la calle Warnes ahora crecen malvones.
Y parece que así es mucho mejor que antes.





El cuento “El club de los perfectos” de Graciela Montes se publicó en 1989 con ilustraciones de Eleonora Arroyo en la Colección “Cuentos del Pajarito Remendado” de Ediciones Colihue.











“Manos” de Elsa  Bornemann

Montones de veces —y a mi pedido— mi inolvidable tío Tomás me contó esta historia “de miedo” cuando yo era chica y lo acompañaba a pescar ciertas noches de verano.
 Me aseguraba que había sucedido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. En Pergamino o Junín o Santa Lucía… No recuerdo con exactitud este dato ni la fecha cuando ocurrió tal acontecimiento y —lamentablemente— hace años que él ya no está para aclararme las dudas. Lo que sí recuerdo es que —de entre todos los que el tío solía narrarme mientras sostenía la caña sobre el río y yo me echaba a su lado, cara a las estrellas— este relato era uno de mis preferidos.
 —¡Te pone los pelos de punta y —sin embargo— encantada de escucharlo! ¿Quién entiende a esta sobrina? —me decía el tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu mamá, ¿eh? Te lo cuento otra vez a cambio de tu promesa…
 Y entonces yo volvía a prometerle que guardaría el secreto, que mi madre no iba a enterarse de que él había vuelto a narrármelo, que iba a aguantarme sin llamarla si no podía dormir más tarde cuando —de regreso a casa— me fuera a la cama y a la soledad de mi cuarto.
 Siempre cumplí con mis promesas. Por eso, esta historia de manos —como tantas otras que sospecho eran inventadas por el tío o recordadas desde su propia infancia— me fue contada una y otra vez.
Y una y otra vez la conté yo misma —años después— a mis propios “sobrinhijos” así como —ahora— me dispongo a contártela: como si —también— fueras mi sobrina o mi sobrino, mi hija o mi hijo y me pidieras:
 —¡Dale, tía; dale, mami, un cuento “de miedo”!
 Y bien. Aquí va:
Martina, Camila y Oriana eran amigas amiguísimas.
 No sólo concurrían a la misma escuela sino que —también— se encontraban fuera de los horarios de las clases. Unas veces, para preparar tareas escolares y otras, simplemente para estar juntas.
 De otoño a primavera, las tres solían pasar algunos fines de semana en la casa de campo que la familia de Martina tenía en las afueras de la ciudad.
 ¡Cómo se divertían entonces! Tantos juegos al aire libre, paseos en bicicleta, cabalgatas, fogones al anochecer…
 Aquel sábado de pleno invierno —por ejemplo—lo habían disfrutado por completo, y la alegría de las tres nenas se prolongaba —aún— durante la cena en el comedor de la casa de campo porque la abuela Odila les reservaba una sorpresa: antes de ir a dormir les iba a enseñar unos pasos de zapateo americano, al compás de viejos discos que había traído especialmente para esa ocasión.
Adorable la abuela de Martina. No aparentaba la edad que tenía. Siempre dinámica, coqueta, de buen humor, conversadora. Había sido una excelente bailarina de “tap”. Las chicas lo sabían y por eso le habían insistido para que bailara con ellas.
—¿Por qué no lo dejan para mañana a la tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a descansar. Además, la abuela no paró un minuto en todo el día. Debe de estar agotada.
La mamá de Martina trató —en vano— de convencerlas para que se fueran a dormir a las cuatro y no sólo a las niñas, porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada sin la anunciada sesión de baile. Así fue como —al rato y mientras los padres, los perros y la gata se ubicaban en la sala de estar a manera de público— la abuela y las tres nenas se preparaban para la función casera de zapateo americano. Afuera, el viento parecía querer sumarse con su propia melodía: silbaba con intensidad entre los árboles. Arriba —bien arriba— el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos nubarrones. La improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente como para que Martina, Camila y Oriana aprendieran —entre risas— algunos pasos de “tap” y la abuela se quedara exhausta y muy acalorada. Pronto, todos se retiraron a sus cuartos. Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que habían usado para la función.
Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el cuarto de huéspedes, como en cada oportunidad que pasaban en esa casa. Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que se abrían sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse el resplandor de la luna (aunque no en noches como aquella, claro, en la que la oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo). En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en forma paralela, en hilera y separadas por sólidas mesas de luz. En la cama de la izquierda, Martina, porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque le gustaba el sitio al lado de la ventana. En la cama del medio, Oriana, porque era miedosa y decía que así se sentía protegida por sus amigas. Las chicas acababan de dormirse cuando las despertó —de repente— la voz del padre. Terminaba de vestirse —nuevamente y de prisa— a la par que les decía:
—La abuela se descompuso. Nada grave —creemos—, pero vamos a llevarla hasta el hospital del pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.
¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas no, al menos, preocupadas como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y menos pudieron dormir minutos después de que oyeron el ruido del auto del padre, saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó el miedo por los tremendos ruidos de la tormenta que —finalmente— había decidido desmelenarse sobre la noche.
Truenos y rayos que conmovían el corazón. Relámpagos, como gigantescas y electrizadas luciérnagas. El viento, volcándose como pocas veces antes.
—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana, de repente.
Las otras dos también lo tenían pero permanecían calladas, tragándose la inquietud. Martina trató de calmar a su amiguita (y de calmarse, por qué negarlo) encendiendo su velador. Camila hizo lo mismo. La cama de Oriana fue —entonces— la más iluminada de las tres ya que —al estar en el medio de las otras— recibía la luz directa de dos veladores.
—No pasa nada. La tormenta empeora la situación, eso es todo —decía Martina, dándose ánimo ella también con sus propios argumentos.
—Enseguida van a volver con la abuela. Seguro —opinaba Camila.
Y así —entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de consuelo de las amigas más corajudas— transcurrió alrededor de un cuarto de hora en todos los relojes. Cuando el de la sala —grande y de péndulo— marcó las doce con sus ahuecados talanes, las jovencitas ya habían logrado tranquilizarse bastante, a pesar de que la tormenta amenazaba con tornarse inacabable. Las luces se apagaron de golpe.
—¡No me hagan bromas pesadas! —chilló Oriana—¡Enciendan los veladores otra vez, malditas! —y asustada, ella misma tanteó sobre las mesitas para encontrar las perillas. Sólo encontró las manos de sus amigas, haciendo lo propio.
—¡Yo no apagué nada, boba! —protestó Camila.
—¡Se habrá cortado la luz! —supuso Martina.
Y así era nomás. Demasiada electricidad haciendo travesuras en el cielo y nada allí —en la casa— donde tanto se la necesitaba en esos momentos… Oriana se echó a llorar, desconsolada.
—¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar fósforos y velas! ¡O una linterna!
—”¡Hay que!” “¡Hay que!” ¡Qué viva la señorita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién?—se enojó Camila—. Yo, ¡ni loca!
—¡Yo tampoco! —agregó Martina—. Esta Oriana se cree que soy la Superniña, pero no. Yo también tengo miedo, ¡qué tanto! Además, mi mamá nos recomendó que no nos levantáramos, ¿recuerdan? Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo de la almohada.
—Buaaaah… ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de miedo! Por favor, bajen a buscar velas… Sean buenitas… Buaaah…
Martina sintió pena por su amiga. Si bien eran de la misma edad, Oriana parecía más chiquita y se comportaba como tal. Se compadeció y actuó —entonces— cual si fuera una hermana mayor. —Bueno, bueno; no llores más, Ori. Tranquila… Se me ocurrió una idea. Vamos a hacer una cosa para no tener más miedo, ¿sí?
—¿Q–ué..? —balbuceó Oriana.
—¿Qué cosa? —Camila también se mostró interesada, lógico (aunque seguía sin quejarse, el temor la hacía temblar). Martina continuó con su explicación:
—Nos tapamos bien —cada una en su cama— y estiramos los brazos, bien estirados hacia afuera, hasta darnos las manos.
Enseguida, lo hicieron. Obviamente, Oriana fue la que se sintió más amparada: al estar en el medio de sus dos amigas y abrir los brazos en cruz, pudo sentir un apretoncito en ambas manos.
—¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó Camila.
—Desde tu cama se recibe compañía de los dos lados… —En cambio, nosotras… —completó Martina— sólo con una mano…

 Y así —de manos fuertemente entrelazadas— las tres niñas lograron vencer buena parte de sus miedos. Al rato, todas dormían. Afuera, la tormenta empezaba a despedirse.
Gracias a Dios, la abuela ya se siente bien —les contó la madre al amanecer del día siguiente, en cuanto retornaron a la casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso para ver cómo estaban las chicas—. Fue sólo un susto.
Como —a su regreso— las niñas dormían plácidamente, la abuela misma había sido la encargada de despertarlas para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría!
—Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las felicito —y la abuela las besó y les prometió servirles el desayuno en la cama, para mimarlas un poco, después de la noche de nervios que habían pasado. —No tan valientes, señora… Al menos, yo no… —susurró Oriana, algo avergonzada por su comportamiento de la víspera—. Fue su nieta la que consiguió que nos calmáramos…
Tras esta confesión de la nena, padres y abuela quisieron saber qué habían hecho para no asustarse demasiado. Entonces, las tres amiguitas les contaron:
—Nos tapamos bien, cada una en su cama como ahora…
—Estirarnos los brazos así, como ahora…
—Nos dimos las manos con fuerza, así, como ahora…
¡Qué impresión les causó lo que comprobaron en ese instante, María Santísima! Y de la misma no se libraron ni los padres ni la abuela. Resulta que por más que se esforzaron —estirando los brazos a más no poder— sus manos infantiles no llegaban a rozarse siquiera. ¡Y había que correr las camas laterales unos diez centímetros hacia la del medio para que las chicas pudieran tocarse —apenas— las puntas de los dedos! Sin embargo, las tres habían —realmente— sentido que sus manos les eran estrechadas por otras, no bien llevaron a la acción la propuesta de Martina.
—¿Las manos de quién??? —exclamaron entonces, mientras los adultos trataban de disimular sus propios sentimientos de horror.
—¿De quiénes??? —corrigió Oriana, con una mueca de espanto.
¡Ella había sido tomada de ambas manos! Manos. Cuatro manos más aparte de las seis de las niñas, moviéndose en la oscuridad de aquella noche al encuentro de otras, en busca de aferrarse entre sí.
Manos humanas.
Manos espectrales
(Acaso, a veces, de tanto en tanto— los fantasmas también tengan miedo… y nos necesiten…).






El cuento “Manos” de Elsa Bornemannen fue publicado en 1988 en el libro "¡Socorro! Doce cuentos para caerse de miedo”; y con sucesivas reediciones y reimpresiones.

















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